El arte de cocinar lentejas
È una notte senza luna
ubriaco canta amore
alla fortuna
(canción popular italiana).
O kei – me
dijo entonces.
Soy un ebrio
insalvable.
Yo me negué
a escucharlo
y acepté un
cigarrillo
aunque nunca
he fumado.
El humo me
envolvió
y amanecí en
su alcoba
con la
persiana baja,
al mediodía
en punto de un mar de telarañas,
tendida a su
costado
con un
regusto a vino todavía en los labios.
Me apretó
contra el pecho de varón incendiario.
Mi corazón
rugía.
Mi corazón
bramaba.
Mi corazón
latiente al albur se entregaba.
No apelo el
resultado.
Acepto mi
derrota.
Mi borracho
vivía al filo del abismo,
con el tacto
exaltado de quien pronto se olvida
las ofrendas
de almohada.
La nariz
embebida, los pómulos bizarros,
sin lengua
me insultaban.
Qué importa
que él hubiese
hackeado mi
escalera del sexo imponderable.
Prematuro es el parto de
quien nunca ha gozado.
Fabricaba
guirnaldas y barquillos
tal un padre
perfecto que naufraga.
Adoraba mi
nombre
con devoción
de santo flamante divorciado.
¿Qué
importancia tenían los vómitos del cuerpo,
su pasado
prohibido,
el presente
esfumado en las garras de Ubriaco?
Su amor me
amamantaba.
Tenue luz
milagrosa de anzuelo sin carnada.
Eran sus
brazos fuertes
de roble
estacionado a la vera del mundo.
No temía
perderlo
pues lo
había encontrado tirado en un umbral,
como una
cosa usada que los ricos desprecian.
¿Los besos?
Ah… los
besos.
¡Cuántos
besos le daba!
Con hipo,
con ojeras
prístinos, emponzoñados
con venturosas
juergas
donosas y calcadas.
Con
cansancio, revuelos,
con prisas y
con pausas,
improvisando
el arte de cocinar lentejas
en ollas
chamuscadas.
Qué
importaba que fuese
aquel
borracho consuetudinario
-con resacas
de pena, me decían-,
si al verlo, recompuesto
su mirada
inflamaba los cielos y la Tierra,
alfombrando
de rojo
mi Estrella
desdichada camino hacia la Meca,
rumbo el
sol, como Ícaro,
hacia el
Templo y la Plaza de beatos y réprobos,
con orejas cortadas
por los
vientos del Malo,
destinada a
la hoguera.