El hombre primitivo
El dolor es imperativo.
Sigmund Freud.
El hombre
primitivo no conoce
prebendas,
majestad, soberanías;
su pánico es
aullido de las bestias,
su albedrío
la ley del cautiverio.
El hombre
primitivo no fornica,
no sabe qué
es robar;
codicia la
belleza irrefutable,
contradice
la lógica euclidiana,
ignora que
en el fuego hay un secreto
de metales,
neurosis y armamentos.
No analiza
la vida.
La
contempla.
Su
existencia es un puro pacer
y
defenderse;
no solloza
ante sus crías famélicas
ni
escarmienta.
El salvaje
es hostil al alegato,
al vuelo de
un abrazo de paloma,
al verso del
poeta dolorido.
Ignora los
tabúes y etiquetas.
No silba, no
pregona,
no
encarrila.
Se abastece
de lluvias y raíces
y si
enfrenta algún demonio
lo respeta.
A decir
verdad,
a veces lo
controlo,
le ordeno
que se calle o se someta
a ceremonias
rituales implacables
del ínclito
presente manifiesto;
que se lave
los dientes;
que peine su
angustiosa cabellera;
que olvide
sus memorias de inconsciencia;
que se
calme, se excite o se comporte;
que acepte
que es mortal en apariencia;
que sea
responsable de sus actos;
que firme
rendición con los engaños;
que asista a
funerales,
y que
mienta.
El hombre
primitivo se acobarda.
No entiende
mis idiomas ni discursos.
El dictamen
del juez de infantil actitud
lo
desconcierta.
Es hijo de
mi padre y de mi madre.
Está dentro
de mí: es esta angélica
pugnando por
salir de su escondite,
caníbal,
antropófaga, incompleta.
Agazapada en
vísceras y en nervios,
en dos
cuerdas vocales sin creencias,
lo injusto
de morir no me perturba.
Su tendencia
a escapar me desespera.
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